Como definirme..

¿Qué puedo decir cuando no hay nada que decir? ¿Debo pretender estar bien cuando solo quiero gritar hasta quedarme afónica? ¿Seré yo siempre el problema que quiero evitar? ¿Debo dejar de convencerme a mi misma de que estoy bien sola, que no necesito más que la fría soledad?

martes, 31 de julio de 2012

perdoname si te llamo amor II


Una hora antes.
Stefano Mascagni es escrupuloso en casi todo, menos con su coche. El Audi A4 Station Wagon toma veloz la curva del final de la via
del Golf y enfila la via dei Giuochi Istmici. Un escrito dejado por alguien sobre el cristal trasero solicita: «Lávame. El culo de un elefante
está más limpio que yo», y sobre el cristal lateral: «No, no me laves; estoy dejando crecer el musgo para el pesebre de Navidad.» En el resto
de la carrocería, apenas se ve el gris metalizado, de tanto polvo como
la cubre. Una carpeta llena de folios resbala hacia delante y cae, desparramando su contenido sobre la alfombrilla del coche. Idéntica
suerte corre una botella de plástico vacía, que se mete debajo del
asiento y rueda peligrosamente cerca del pedal del embrague. Del cenicero rebosa una serie de envoltorios de caramelos que lo hacen parecer un arco iris. Menos romántico, sin embargo.
De repente, un golpe seco procedente del portaequipajes. Maldita
sea, se ha roto, lo sabía. Mierda. Y encima no puedo ir a verla con elcoche en estas condiciones. Seguro que Carlotta llamaría a una empresa de desinfección y después no querría volver a verme nunca más.
Hay quien dice que el coche es el espejo de su propietario. Como los
perros.
Stefano se acerca a unos contenedores y apaga el motor. Se baja
rápidamente del Audi. Abre el portaequipajes. El portátil está fuera de
su funda; ésta se había quedado abierta y el aparato se debe de haber
salido al tomar la curva. Lo coge, lo observa por todos los lados, por
encima y por debajo. Parece intacto. Tan sólo se ha aflojado un poco
uno de los tornillos del monitor. Menos mal. Lo vuelve a meter en la
funda. Sube de nuevo al coche. Mira a su alrededor. Tuerce el gesto.
Del bolsillo del respaldo del asiento del copiloto asoma una bolsa gigante de supermercado semivacía, resto de la supercompra del sábado por la tarde. La saca. Stefano comienza a recoger velozmente todo
cuanto queda a su alcance. Lo va metiendo dentro de la bolsa hasta
llenarla. Luego baja, abre de nuevo el portaequipajes, coge el portátil
y lo deja sobre uno de los contenedores. Trata de colocarlo de modo
que mantenga el equilibrio y no se caiga al suelo. Empieza a sacar del
portaequipajes cosas ya inútiles y olvidadas. Una bolsita vieja, un estuche de CD, tres latas de refresco vacías, un paraguas roto, un paquete de pilas pequeñas gastadas, un chal tieso. Después, antes de que
la bolsa se desborde del todo, se dirige hacia los contenedores. Caramba, no sabía que hubiese de tantas clases... Vidrio, plástico, papel,
basura sólida, basura orgánica. Caray. Precisos. Organizados. ¿Y
dónde meto yo esto? Son todas cosas diversas. Bah. El amarillo me
parece perfecto. Stefano se acerca y pisa el pedal para abrirlo. La tapa
se levanta de golpe. El contenedor está lleno. Stefano se encoge de
hombros, lo cierra de nuevo y deja la bolsa en el suelo. Vuelve a subir
al coche. Mira de nuevo a su alrededor. Así está mejor. Bueno, no.
Quizá debiera pasar también por el túnel de lavado. Mira el reloj. No,
no, es tarde. Carlotta ya me debe de estar esperando. Y no puedes
hacer esperar a una mujer en la primera cita. Stefano cierra el portaequipajes, vuelve al coche, arranca. Pone un CD. Piano y orquesta
número 3, op. 30, tercer movimiento, de Rachmaninov. Ya está. Ahora todo es perfecto. Cuando Carlotta me vea llegar con este «Rach 3» se desmayará, como en Shine. Embrague. Estupendo. Acelerador. Y
se va. Gran noche. Y gran seguridad también al volante.
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Un gato bicolor camina afelpado y curioso. Ha permanecido escondido hasta que el coche se ha ido. Después ha salido y, de un salto
preciso, ha comenzado su paseo de contenedor en contenedor. Algo
llama su atención. Se acerca. Empieza a restregarse, a observar, sigue
husmeando. Se rasca una oreja mientras pasa una y otra vez junto a la
esquina del ordenador. Desde luego, ésa sí es una basura extraña.
La música sale fuerte y estridente de los bafles del Aixam.
—¡Naomi!
—Se me da bien, ¿eh? —Sonríe Niki.
Diletta bebe un sorbo de cerveza.
—Deberías dedicarte en serio a lo de ser modelo.
—Pasa el tiempo, un año, una se engorda...
—¡Olly, eres una envidiosa! Te fastidia que desfile tan bien, ¿o
qué? Pero sabes de sobra que esta..., es la hostia. ¿Cómo se llama?
—Alexz Johnson.
—¡Eh, aquí todas somos profesionales! Mira, mírame a mí. —Y Olly
se planta en el otro extremo de la acera, se apoya la mano en la cadera derecha, dobla un poco la pierna y se detiene, mirando fijamente al
frente. Después da media vuelta, se echa la melena hacia atrás con un
rápido movimiento de cabeza y regresa.
—¡Pareces una modelo de verdad! –Y todas le aplauden.
—Modelo número 4, Olimpia Crocetti.
—Giuditta, mejor que Crocetti. —Y empiezan a cantar a coro una
canción, unas mejor y otras peor, unas sabiéndose de verdad la letra y
otras inventándosela de cabo a rabo. «I know how this all must look,
like a picture ripped from a story book, I’ve got it easy, I’ve got it
made...» Y se toman un último y fresco sorbo de cerveza.
—¡Valentino, Armani, Dolce e Gabbana, el desfile ha terminado!
¡Aquí estaré, por si me queréis contratar! —Y Olly hace una reverenciaa las demás Olas—. ¿Qué hacemos ahora? Empiezo a estar aburrida
de estar aquí...
—¡Vámonos al Eur, o quizá, qué sé yo, al Alaska! ¡Sí, hagamos
algo!
—Pero ¡si acabamos de hacer algo! No, chicas, yo me voy a casa.
Mañana tengo examen y me la juego. Tengo que recuperar el cinco y
medio.
—¡Venga! ¡No seas pelma! No vamos a volver tarde. Y, además,
mañana puedes levantarte más temprano y le das un repaso, ¿no?
—No. Necesito dormir, ya van tres noches que me hacéis llegar
tarde y yo no soy precisamente de hierro.
—¡No, en realidad eres dura sólo de mollera! Está bien, haz lo que
te parezca, nosotras nos vamos. ¡Hasta mañana!
Y cada una a su paso se va en una dirección: tres, directas hacia
quién sabe dónde y una hacia su casa. Los cuatro botellines de Coronita siguen allí, en la acera, como conchas abandonadas en la playa tras
la marea. Mira qué desastre, cómo lo han dejado todo. Claro, como yo
soy la escrupulosa... Las recoge. Mira a su alrededor. Las farolas iluminan una hilera de contenedores. Menos mal, ahí está el contenedor de
color verde, el del vidrio. ¡Qué asco! Qué descuidada es la gente. Han
dejado un montón de bolsas en el suelo. Al menos podrían separar la
basura. ¿Acaso no se han enterado de que el planeta está en nuestras
manos? Coge los botellines y los deja caer uno a uno por el agujero
adecuado. ¿Y las chapas? ¿Dónde las meto? No son de cristal... Quizá donde van las latas y los botes. También podrían indicarlo, con una
etiqueta o un dibujo bonito. «Chapas aquí.» Se para y se echa a reír.
¿Cómo era aquel viejo chiste de Groucho? Ah, sí...
«Papá, ha llegado el hombre de la basura.»
«Dile que no queremos.»
Detallista, tira también al contenedor correspondiente una bolsa
que se había quedado fuera. Entonces lo ve. Se acerca temerosa. No
me lo puedo creer. Justo lo que necesitaba. ¿Lo ves?, a veces vale la
pena ser ordenado. Más tarde, esa misma noche. El coche frena con un chirrido de
neumáticos. El conductor baja a toda prisa y mira a su alrededor. Parece uno de los personajes de «Starsky y Hutch». Pero no va a disparar a nadie. Mira a los pies del contenedor. Detrás, encima, debajo,
por el suelo de alrededor. Nada. Ya no está.
—No me lo puedo creer. No me lo puedo creer. Nadie limpia jamás, nadie se preocupa de si los demás dejan las bolsas en el suelo y,
justo esta noche, tenía que encontrarme a un tipo correcto y puñetero
en mi camino... Y encima Carlotta me ha dado calabazas. Me ha dicho que finalmente se había enamorado... Pero de otro...
Y no sabe que, por culpa de lo que ha perdido, un día, Stefano
Mascagni será feliz.

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